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Las ramas no son perfectas

Las ramas no son perfectas. No lo son. Tampoco son perfectas las voces ni es perfecto el sonido del viento entre las hojas de los árboles. Es un sonido incompleto, que defrauda, que comienza con tanta rabia que parece destruirlo todo a su paso, pero que en realidad no destruye nada. Las ramas con el sol se muestran retorcidas y móviles. Su actividad no cesa. Como el murmullo del viento que nunca se apacigua y que me agita los restos de la ropa contra la piel de la espalda. Esta es una buena postura. Y ahora el pecho no me duele demasiado. El suelo parece haber asumido la forma y ahora el pecho ha encontrado, por fin, un buen lugar para no doler. El viento me refresca la piel y, poco a poco, creo que voy dejando de sudar.

 

Alguien apagó la luz y cerró la puerta por fuera. Alguien que no sabía que yo estaba dentro. En un principio me hizo gracia y me eché a reír, bajito, aunque estuviera sola. Siempre bajito para no molestar. Pero la risa dio pronto paso a la oscuridad y, aunque no tardé en acostumbrarme y constaté que mis manos se movían entre los objetos de mi bolso para buscar un pañuelo, la risa dio paso a la preocupación y la preocupación a la congoja. Encontré el pañuelo y lo pasé por la frente que sudaba. Me sentí mejor después, pero la sensación de soledad persistía y, con ella, la vulgaridad. Cómo podía estar encerrada en los baños. Esas cosas no le pasan a la gente encantadora y bien educada. Eran cosas que sólo les suceden a los pobres infelices que vagan buscando un pañuelo más sedoso o unos zapatos más cómodos, sin encontrarlos jamás.

– Tengo que salir de aquí –me dije secándome de nuevo la frente.

Pero ponerme a golpear la puerta como una loca era algo impensable. No podía montar un espectáculo a las doce de la noche. No en la casa de la señora Clara. Bajo ningún concepto. Si no entraba nadie, quizá me viera obligada a dormir allí, tenía que estar preparada para una circunstancia así. Tendría que hacerme a la idea de que, quizá, las luces no volverían a encenderse ni la puerta volvería a abrirse hasta la mañana siguiente, bien temprano, cuando los primeros clientes de la señora Clara comenzaran a bajar desde sus ya bien iluminadas habitaciones para asearse, desayunar, salir a la calle, tomar el sol…

Y, sin embargo, tenía que escapar de allí. Porque aquel encierro, aquel silencio extraño del vacío del agua en las tuberías de los lavabos, aquella vulgaridad, era mucho, muchísimo más de lo que podía soportar.

 

Las flores del campo son silvestres y por lo tanto no se pueden trasplantar a una maceta con tierra para plantas de interior. Son muy hermosas, con tantos colores y, dentro de esos colores, unas tonalidades tan variadas que, seguramente, no tienen nombre. Las flores del campo a veces dañan la piel de los dedos cuando se las intenta cortar con las manos para llevarlas a casa y guardar, de ese modo, algo de la belleza que se ha admirado. Pero es imposible. Del todo. Sus tallos son irregulares. A veces muy imperfectos. A mí me gustaba subir la cuesta que lleva al monasterio andando, rozando las flores con la punta de los dedos. En el monasterio ya no vive nadie, pero me gustaba subir para ver el paisaje desde lo alto de la montaña y luego bajar cansadísima, contemplando de nuevo las mismas flores, los mismos árboles que parecían haber dado unos breves pasos y haber cambiado de lugar. Aquello no era vulgar. Aquello era brillante. Y el viento. El viento golpeándome la cara con fuerza, la ropa, los brazos que me temblaban a veces. Pero yo sonreía. En una ocasión me abracé al tronco de un árbol y el árbol me acogió. Sí. Me acogió. Sé que parece inverosímil que una acogida resulte tan espontánea. No suele suceder. La gente observa las caras y las manos. La disposición del cuerpo y, sobre todo, la ropa. Observan sin disimulo, desde los ojos hasta los zapatos, y luego su decisión es firmemente negativa. Estatua eres, no te acojo. La señora Clara me deja estar en su casa porque, de momento, recibe dinero por ello. Pero eso no significa que pretenda acogerme. Al menos no como el árbol lo hizo.

Me gustaba subir andando y a veces subían conmigo los turistas que deseaban, como yo, palpar el tronco del árbol, el tono sin nombre de la flor. Yo guiaba y venían detrás de mí familias con niños rubios y ruidosos, parejas tomadas de la mano, grupos de ancianos, demasiado ancianos en ocasiones para poder subir a pie hasta el monasterio. Yo abría el camino e iba anunciando cuánto tiempo iba quedando de ascenso. «Ya sólo falta una hora, más o menos.» Y escuchaba complacida los suspiros de agotamiento que se producían a mi espalda. Algunos no llegaban. Algunos decidían volverse antes de completar siquiera la mitad del trayecto. Algunos se quedaban mirando el paisaje como si no pudieran creer lo que estaban viendo. Como si aquello que tenían ante los ojos fuera del todo imposible. Un milagro o una maldición. La figura de un gato y, detrás, la inmensidad, el vacío, el viento impasible interpuesto entre los ojos del hombre y el horizonte azul del mar. El sonido irreverente del viento y la altitud del monte protector y fustigante, inaccesible pero, una vez vencido, oferente y, casi, sumiso. Algunos llegaban conmigo hasta arriba y esos, estoy segura, no me olvidarán jamás.

 

La tierra se hace a la forma de las caderas y a la forma del pecho. La tierra también da cobijo. La tierra se apelmaza y duele o se relaja y acoge. En la casa de la señora Clara comprenden lo que sucedió y por eso me permiten vivir en ella. La tierra no es consciente de nada porque los gritos no la perforan, porque no sabe nada de mandatos ni de investigaciones ni de posteriores sanciones. La tierra sólo sabe de las agresiones que le causan a ella, pero de las agresiones de hombres a hombres sabe poco. Sólo que la sangre tarda más tiempo en desaparecer de su superficie que el agua. Sólo que los gritos duran lo mismo que la fortaleza de la víctima.

 

Alguien apagó la luz, quizá la misma señora Clara, así que tendría que dormir sobre el frío suelo de los baños utilizando mi bolso como almohada. Cuando subía andando al monasterio me gustaba llevar el pelo suelto para darle al viento la ocasión de enredarlo y agitarlo, y a veces daba saltitos. A veces movía las manos para dar palmadas por delante y por detrás del cuerpo. Los brazos se balanceaban entonces como impulsados por un viento alterno que los trasladaba rítmicamente. Como un mecanismo perfectamente sincronizado. Manos que se golpean ante mí, manos que se golpean tras de mí. Manos que se golpean ante mí, manos que se golpean tras de mí. Y siempre eran mis manos. Siempre las mías… Aquellos dos chicos extranjeros parecían lo suficientemente robustos como para ascender sin demasiadas paradas, sin demasiados suspiros ni quejas cuando yo advirtiera que aún quedaba algo más de una hora de trayecto. Parecían fuertes y sonrientes y con capacidad para asombrarse ante el vacío del paisaje. Ante el espectáculo de lo incomprensible.

– ¿Cobras algo? –me preguntaron.

Y yo me eché a reír con el pelo y mi falda blanca al viento tranquilo de la base del monte. No. No cobro. Ji, ji. Ji, ji. Me reía como una niña que busca la realidad del cuento fuera de la vulgaridad de los zapatos feos y la ropa vieja. Lo cierto es que estas cosas no les pasan a las personas sabias. A las personas que viven en casas de verdad y que caminan con tranquilidad y con el cuello estirado, la cabeza alta, los ojos fijos en un punto, a ellos no les pasan estas cosas. Pero las campanas no suenan de la misma forma para todo el mundo. El sonido no es el mismo cuando los sentidos quedan serenamente atontados y satisfechos ante una sonrisa. Yo me reía. Ji, ji. No cobro. Y emprendí el camino con esos dos chicos.

Que luego desaparecieron. Y los tallos de las plantas resultaron ser más deformes que nunca. El tronco de un árbol me golpeó con fuerza en la cara y comencé a sangrar. Vi la sangre sobre un pelo que era el mío y que me caía sobre los ojos, abiertos hasta el dolor. El dolor que me dominaba mientras unas risas que parecían venir de muy lejos, de más allá del mar, más allá de todo lo que yo conocía, me oprimían y me empujaban, me zarandeaban y hacían conmigo lo que jamás viento alguno se había atrevido a hacer: atravesarme. Había balanceado los brazos buscando las palmas de las manos. Había caminado con decisión rozando con los dedos las plantas y las flores de distintos y preciosos tonos sin nombre, había mirado a aquellos chicos con la seguridad del que emprende, de nuevo, un camino conocido y, de pronto, sin el cobijo de ningún árbol, mi cuerpo encontraba la forma de la tierra pegada a él, una tierra que no escucha súplicas, una tierra que permanece y que no entiende el dolor de los gritos producidos por el asombro, por el absurdo.

 

Cuando la luz volvió a encenderse ya había amanecido y, ciertamente, había pasado la noche en el suelo de los baños, dispuesta a no molestar. Fue la misma señora Clara quien abrió la puerta. Al verme se sobresaltó y se llevó los dedos a los labios.

– Pero, criatura… –murmuró–. ¿Se puede saber qué haces ahí? Por el amor de Dios. Vas a coger una pulmonía.

Se me acercó y me pasó las manos por el pelo para intentar peinarme. Yo sonreí porque también me pasó las manos por la cara y luego me besó en ambas mejillas y luego me abrazó brevemente, como si deseara transmitirme algo de su calor. Así que yo sonreí y me dejé llevar por ella hasta la segunda planta de su casa, donde está mi dormitorio y donde está mi cama.

– No se preocupe –dije–. Estoy bien.

Y ella, tomando una de mis manos entre las suyas, respondió que no. Que no estaba bien. Que cómo iba a estar bien después de haber pasado la noche en un lugar en el que no deberían dormir ni los perros.

– Vas a acostarte ahora mismo –dijo–. Te subo un desayuno, y duermes.

Entramos en mi dormitorio las dos. La señora Clara apartó la colcha de mi cama y me quitó el bolso para dejarlo sobre una de las tres sillas de madera que conforman el escaso mobiliario de mi habitación. A continuación sacó el camisón que guardo debajo de la almohada y me ayudó.

– No creo que pueda dormir ahora –murmuré.

– Pues lo intentas.

Y eso hice. Intentarlo. Con la persiana bajada, el viento golpeándome en los oídos, los tallos imperfectos de las flores, y la suavidad limpia de mis sábanas, su aroma silencioso, acomodándose a la forma de mi pecho, de mis caderas. Como una tierra cruel y enfermiza que, a pesar de todo, ampara.